Esta semana quiero compartir con vosotros una historia bastante interesante que he recibido por Internet. Aunque no sepa el origen del texto, éste me ha encantado por la manera sencilla con que evidencia lo mucho que, durante la mayor parte del tiempo, abandonamos lo que debería ser el foco principal de nuestra atención: mantener prendida la llama de nuestra luz interior.
Cuando los problemas y desafíos de la vida material se hacen excesivos, rápidamente perdemos la capacidad de permanecer centrados y en constante alerta en cuanto al mayor valor que tenemos para cultivar, que es la esencia divina con que todos nacemos y que se mantiene inalterada en cualquier circunstancia.
Ante ella, todo lo demás deja de tener importancia, pero desgraciadamente la mayoría de nosotros solo adquirimos consciencia de esto en momentos cruciales, cuando nuestra propia vida se encuentra amenazada.
Propongo, entonces, que comencemos este nuevo año dispuestos a no perder de vista la realidad de que la esencia de la vida es la no permanencia, y que ella puede cesar en cualquier instante, sin aviso alguno. Por tanto, mantenernos enfocados en lo que de hecho importa y no dejar para más tarde todo cuanto sea verdaderamente valioso para nuestra alma, es la decisión más sabia que podemos tomar.
Aunque podamos fijar metas y tengamos objetivos materiales que alcanzar, lo más importante es saber que ninguno de ellos jamás colmará las reales necesidades de nuestro ser. Éste necesita tan solo de su propia luz y a nosotros corresponde reconocerla y permitir que ella predomine sobre todo lo demás.
"Había un rey que, a pesar de ser muy rico, tenía fama de ser muy dadivoso, desapegado de su riqueza. De forma bastante extraña, cuánto más donaba a su pueblo, más se llenaban los cofres de su fabuloso palacio.
Un día, un sabio que pasaba por grandes dificultades, fue a ver al rey.
Deseaba descubrir cuál era el secreto de aquel monarca.
Como sabio, él pensaba y no conseguía comprender cómo era que el rey, que no estudiaba las sagradas escrituras, ni llevaba una vida de penitencia y renuncia, que por el contrario, vivía rodeado de lujo y riquezas, podía no contaminarse con tantas cosas materiales.
Al fin y al cabo, como sabio él había renunciado a todos los bienes de la tierra, vivía meditando y estudiando y, pese a ello, se reconocía con muchas dificultades en el alma.
Se sentía en tormenta.
Y el rey era virtuoso y amado por todos.
Al llegar ante el rey, le preguntó cuál era el secreto de vivir de aquella forma, y éste le respondió:
“Enciende una lamparilla y pasa por todas las dependencias del palacio y descubrirás cuál es mi secreto.
Pero hay una condición:
Si dejas que la llama de la lamparilla se apague, caerás muerto en el mismo instante.
El sabio tomó una lamparilla, la encendió y empezó a visitar todas las salas del palacio.
Dos horas más tarde volvió a presencia del rey, quien le preguntó:
“¿Has logrado ver todas mis riquezas?”
El sabio, que aún temblaba por la experiencia, ya que temía perder la vida si la llama se apagase, respondió:
“Majestad, yo no he visto absolutamente nada.
Estaba tan preocupado por mantener encendida la llama de la lamparilla que solo he ido pasando por las salas, y no he notado nada.”
Con la mirada llena de misericordia, el rey contó su secreto:
“Pues así es como vivo yo.
Tengo toda mi atención puesta en mantener prendida la llama de mi alma y, aunque tenga tantas riquezas, éstas no me afectan.”
Tengo conciencia de que soy yo quien ha de iluminar mi mundo, con mi presencia y no lo contrario".