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Cuando Madre e Hijo no se aman
por Flávio Gikovate
Traducción de Teresa
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Durante la vida intrauterina, nuestro cerebro se forma rodeado por una sensación de cobijo, paz y armonía. Vivimos en el paraíso - y el nacimiento corresponde a ser expulsados de él. A partir de ahí, pasamos a experimentar los que quizá sean los peores tiempos de nuestra vida: tenemos frío, hambre y sed; nos sentimos desamparados, realmente desesperados, cuando no somos atendidos inmediatamente por nuestras madres. La hipótesis que he defendido respecto del origen del amor es la de que resta en nosotros una especie de "nostalgia" de aquella sensación que experimentamos durante la "fusión" uterina.
Deseamos retornar a esta situación, ahora en sentido figurado. Nuestras primeras experiencias de unión romántica son, de nuevo, con nuestra madre, aquella que nos nutre, cuida de nosotros y nos da serenidad con su presencia. La recíproca es verdadera; ella también experimenta una fuerte sensación de algo completo durante la gestación. Y, desde el nacimiento, tenemos un persistente sentimiento de vacío interior. Es como si, al nacer, dejásemos atrás un pedazo de nosotros mismos. Así, la soledad es la falta de algo que nos fue quitado - y por eso buscamos una compañía sentimental. Si nos sintiésemos completos, el amor no existiría. Ahora bien, nuestras madres también se sienten incompletas. En la gestación, ellas se apegan a nosotros como remedio para el vacío que sienten. Al nacer, traemos de vuelta esa sensación, que a veces es responsable por fuertes depresiones, tan corrientes en ese período.
En principio, madre e hijo se aman: están unidos por un tipo de alianza incondicional, que no depende de las peculiaridades de la personalidad de los involucrados. Con el paso de los años y el desarrollo de la razón, los procesos que nos ligan dejan de ser exclusivamente físicos y pasan también por el cribo de nuestra reflexión. Puede ocurrir que un hijo descubra características muy desagradables - desde su punto de vista - en el modo de ser de la madre. O lo contrario: la madre ve a su hijo amado convertirse en una criatura muy diferente de lo que ella esperaba que fuese.
Ambos procesos son bastante frecuentes. ¿Podríamos dar por sentado, entonces, que la mayoría de los hijos dejan de amar a sus madres y viceversa? Esa visión no corresponde a los hechos. Por lo que nuestras madres representan, nos inclinamos a la condescendencia: somos más comprensivos y tolerantes con ellas. De la misma forma, la madre tiende a minimizar los defectos del hijo.
En algunos casos, no somos capaces de amar a nuestras madres - o a nuestros hijos - ni siquiera teniendo en cuenta esta parcialidad. Cuando las diferencias en el modo de ser, de pensar y de obrar son muy grandes, no hay cómo negar que aquella persona, un día tan importante para nosotros, ahora provoca rebelión, resentimiento y, por veces, repulsa. ¿Está mal eso? ¿Sería un signo de debilidad de quien no es capaz de amar a la madre - o al hijo? Ciertamente que no. Eso significa que las diferencias se han vuelto tan fuertes que ni siquiera toda la tolerancia en relación a nuestros vínculos originales ha sido suficiente para mantener encendida la llama del amor.
Flávio Gikovate é um eterno amigo e colaborador do STUM.
Foi médico psicoterapeuta, pioneiro da terapia sexual no Brasil.
Conheça o Instituto de Psicoterapia de São Paulo.
Faleceu em 13 de outubro de 2016, aos 73 anos em SP.
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