Amor Versus Individualidad
por Flávio Gikovate em STUM WORLDAtualizado em 09/11/2007 15:03:33
Traducción de Teresa - [email protected]
A lo largo del segundo año de vida, el niño vivencia enormes progresos en sus competencias: aprende a hablar, a formular las primeras frases, perfecciona sus aptitudes motoras, etc. Si hasta entonces su mayor placer era permanecer en el regazo de la madre, disfrutando de paz y protección similares a las que había perdido con el nacimiento, y sintiendo por ella eso que denominamos amor, ahora le gusta también circular, especular sobre el ambiente, intentar comprender para qué sirven y cómo funcionan los objetos. Introduce en la boca todo cuanto encuentra, intenta sentir su tacto, observa lo que pasa cuando lo deja caer al suelo. Da señales de gran satisfacción con cada nuevo descubrimiento. Está poniendo en práctica los primeros actos propios de su individualidad – y deleitándose con ellos.
Todo esto sucede en presencia de la madre. Sí, porque si ella se va a otro sitio, el crío inmediatamente abandona lo que está haciendo y sale disparado detrás de ella. Lo mismo ocurre si sufre una caída: corre llorando de vuelta a su regazo. Frente al dolor físico o a la inminencia de un mayor distanciamiento de la madre, la sensación de desamparo crece muy rápidamente y entonces se hace absolutamente necesaria la reaproximación. Hay, pues, una clara alternancia de preferencias: estando todo en orden, lo que el crío quiere es ejercer los placeres de su individualidad en formación; al menor malestar, busca en la cercanía y protección maternas (amor) el remedio para todos los dolores.
No es posible dejar de comparar nuestros comportamientos, que decimos adultos, con lo que acabo de describir: queremos ejercer nuestra individualidad con la máxima libertad, pero queremos volver a casa y encontrar a nuestra pareja esperando por nosotros. Permanecemos muy lejos de la persona amada durante algún tiempo, pero después el mayor deseo es arrebujarnos; si eso no es posible, sentimos el dolor fuerte que corresponde a la saudade (mezcla de abandono y recuerdo del calor que adviene de la compañía). Tenemos a nuestro favor el beneficio de un imaginario más rico, y la capacidad de comunicarnos con el amado a distancia gracias a los recursos tecnológicos: nos sentimos amparados, aun estando lejos, gracias a las palabras y juramentos de amor.
En la convivencia íntima, parece que lo que de veras queremos es encontrar una fórmula capaz de conciliar amor e individualidad: quiero, por ejemplo, asistir al programa de TV que me interesa y quiero que mi amada esté a mi lado, si posible bien abrazadita. Ella, también interesada en la cercanía protectora, podrá intentar encontrarle gracia, por ejemplo, al partido de fútbol que tanto me encanta. Pero tal vez no lo consiga y entonces empiezan los problemas. Ella se alejará, en busca de lo que son sus reales intereses individuales. Yo me sentiré rechazado, abandonado y mal amado; intentaré presionarla con el propósito de hacerle volver. Ella, perjudicada en sus legítimos derechos, se rebelará y el enfado (llamado “enfado normal de las parejas”) será inevitable.
El hombre es, al mismo tiempo, el crío y la madre. Lo mismo vale para la mujer. Quieren ejercer su individualidad, pero sin alejarse mucho el uno del otro. Lucharán por el poder, para definir quién impondrá el ritmo y la programación. Por mayores que sean las afinidades, siempre habrá actividades que son de interés exclusivo de uno de los miembros de la pareja. La fórmula tradicional – hombres mandan y mujeres obedecen – ya no funciona (afortunadamente).
¿Qué hacer? Sólo hay un modo: el crecimiento emocional de ambos para que la dependencia típica del amor infantil se atenúe. Que cada uno consiga sentirse en condiciones de ejercer sus actividades, de modo a dejar libre a la pareja para que haga lo mismo.