Ahora que he vuelto a casa – Capítulo 19
por Angela Li Volsi em STUM WORLDAtualizado em 26/02/2007 14:43:01
Traducción de Teresa - [email protected]
Un año después de la defensa de la tesis de doctorado me enteré de que tendría lugar, en París, un congreso internacional que enfocaría exactamente el tema de mi tesis. Me sentí en la obligación de participar, toda imbuida que estaba de mis obligaciones académicas, y también por el desafío de participar activamente en un congreso de aquella importancia.
El congreso tendría lugar durante las vacaciones de julio, por tanto no tuve necesidad de pedir ningún permiso de alejamiento, y allá me fui, regularmente inscrita, para el Centre Nacional de Recherche Scientifique.
Estaba ansiosa por compartir con colegas del mundo entero las pesquisas sobre el tema que me había ocupado durante al menos cinco años.
Desde el primer contacto con los organizadores del congreso sentí el peso aplastante del primer mundo sobre el tercero. No me dejé intimidar, y conseguí hacer mi comunicación, a pesar de innumerables percances. Había trabado amistad con un joven profesor belga y con otro profesor italiano que trabajaba en Estados Unidos y, en compañía de ellos, conseguí enfrentar con mayor desenvoltura y una cierta dosis de ingenuidad una situación bastante intimidatoria.
El colega italiano me señaló la posibilidad de participar en otro congreso que tendría lugar en Italia algunas semanas más tarde, y en el cual él ya se había inscrito.
La oferta era demasiado seductora para resistir y, una vez más, conseguí esquivar todos los obstáculos para hacer mi inscripción.
Cuando llegué a la ciudad en que se llevaría a cabo el congreso, la cual no conocía, sentí una emoción muy fuerte, era como si estuviese en reversión de mi proceso migratorio.
Ahí ocurrió algo de lo cual me he dado cuenta solamente mucho tiempo después, cuando comenzaron a caer muchas fichas que no tenía posibilidad de comprender en aquel momento.
Mi inscripción en el congreso italiano había sido realizada por teléfono, desde París, y cuando llegué a Italia, en el hotel indicado por el congreso, presenté mi documento, que en aquella época era un pasaporte brasileño.
Por tanto, a efectos del congreso, yo era una participante brasileña.
Cuando llegué al suntuoso salón de la alcaldía, donde tendría lugar el congreso, y fui a presentarme al organizador, noté cierta frialdad, sentí en el aire una especie de antipatía recíproca, pero no comprendí el verdadero motivo.
Tras muchas horas de espera, llegado al fin el momento de mi presentación, ocurrió un desagradable contratiempo. Los organizadores habían insistido mucho a todos los participantes para que respetasen el tiempo disponible para la exposición de cada cual.
Yo ya había reducido mi texto al mínimo posible, y estaba segura de que no superaría el tiempo permitido. Mi colega francesa, que se presentó antes que yo, y que leyó su comunicación en francés, ocupó casi el doble del tiempo previsto.
El horario, bastante sobrepasado, ya iba avanzando en la hora del almuerzo (que, para un italiano, es sagrada). El organizador empezaba ya a resoplar y no dejaba de mirar para el reloj. Yo estaba sentada, con los demás conferenciantes, en una especie de tribuna, de frente para el auditorio. A ciertas alturas el organizador se aproximó a mí, y me susurró al oído: “Lo siento mucho, señora, pero no va a ser posible hacer su presentación, debido a lo avanzado de la hora”. Yo le miré bien a la cara, y contesté: “Yo también lo siento mucho, pero no tengo la culpa si mi colega se ha extendido demasiado. Además de que voy a leer mi texto en italiano y no va a sobrepasar el tiempo permitido”.
Sé que si él pudiese fusilarme con la mirada lo hubiese hecho, pero se vio obligado a dejarme hablar, para no empeorar la situación. Leí a todo gas mi comunicación, sin despegar los ojos del papel para no perder tiempo, y finalmente todo el mundo pudo levantarse para ir a almorzar.
En la cola para servirse, algunas personas se acercaron a felicitarme, elogiando mi presentación. Pero el sueño que había abrigado, de poder finalmente transmitir un trabajo mío en mi tierra, en mi lengua, se había transformado en otro amargo choque con la realidad.
Cuando pude, mucho más tarde, reflexionar sobre todo ello, comprendí el motivo de la decepción de los italianos: Ellos debían estar esperando a una brasileña llena de ‘bossa’ y el contraste era demasiado grande con esta italiana de gafas, con dificultad para subir y bajar escaleras, que llevaba un aparato en los dientes y que no debía presentar una fisonomía muy risueña, dadas las circunstancias.
Lo curioso es que, a diferencia del congreso francés, en que había tenido que pagar para participar, en el italiano, además de tener paga la estancia, aún recibí un caché por la participación, aunque inferior al que se pagó a mi colega francesa (no me pregunten por qué). Todavía hubo otro quid pro quo en ese congreso: no se me avisó de la fiesta de confraternización entre los participantes, solamente me enteré al día siguiente.
Mis experiencias con el mundo de la investigación sólo hacían aumentar cada vez más la distancia que ya estaba notando entre mis verdaderas aspiraciones y la motivación que sería necesaria para permanecer compitiendo en un mundo académico cada vez más semejante al mundo de los negocios.