HIPOCRESÍA
por WebMaster em STUM WORLDAtualizado em 10/11/2015 10:34:21
por Maísa Intelisano - [email protected]
Traducción de Teresa - [email protected]
Sólo se puede hablar de aquello que se conoce bien. Nadie consigue identificar, describir o señalar aquello que no conoce. Esta es una cuestión de lógica, de coherencia.
Todo cuanto identificamos y señalamos en los demás es, precisamente, lo que está bien identificado y reconocido dentro de nosotros. No sirve de nada engañarnos. Aquello que aún ignoramos nos pasa en blanco y no puede incomodarnos o afectarnos, pues no sabemos de qué se trata. En cambio, todo lo que conocemos nos salta a la vista y nos amedrenta, justamente por el miedo que tenemos a ser desenmascarados.
Aquello que nos molesta en los demás es justamente lo que se remueve dentro de nosotros intentando esconderse.
Aquello que nos indigna en el mundo es justamente aquello que se debate en nuestro pecho, huyendo de nuestra propia conciencia.
Aquello que nos enoja en el ser humano es justamente lo que nos abruma la mente y hace encoger el alma frente al espejo.
Aquello que condenamos en los otros es justamente lo que tenemos de más vergonzoso en nuestra propia memoria.
Aquello que nos hace hervir la sangre de indignación es justamente lo que de más indigno traemos dentro de nosotros.
Condenamos al ladrón que se apropia de los bienes ajenos, pero no reconocemos al ladrón que hay en nosotros cuando robamos la paz y la alegría a otras personas. Condenamos a la prostituta que vende el cuerpo para sobrevivir, pero ni siquiera miramos la promiscuidad de nuestra propia alma, vendiéndose a quien ofreciere más elogios, más cumplidos, más ventajas. Condenamos al vicioso que se aliena envenenando el propio cuerpo, pero no vemos la alienación voluntaria a que nos entregamos al buscar la embriaguez del consumismo y de lo superfluo. Condenamos la violencia descontrolada de los que matan indiscriminadamente, pero no vislumbramos violencia en la indiferencia y la frialdad con que miramos a las otras personas por la calle.
Condenamos la corrupción pública, pero pasamos por alto a propósito la forma en cómo corrompemos a nuestros propios hijos al premiarlos por las notas, por los diplomas, por los éxitos. Condenamos la maledicencia ajena, pero no nos privamos de disparar nosotros mismos el bulo cuando de él podemos sacar tajada o cuando nos da placer. Nos apresuramos a desenmascarar la hipocresía que anda a nuestro alrededor, pero guardamos bajo siete llaves el falso moralismo con que nos defendemos de las acusaciones de la vida.
Todos tenemos el dedo torcido y lleno de verrugas, como los dedos feos que inventamos para los personajes terroríficos de los cuentos infantiles. Y es con ese dedo que señalamos el dedo torcido de los demás. Es con ese dedo defectuoso que pretendemos indicar el camino recto a los otros. Es con ese dedo deformado que queremos resaltar el defecto en el dedo de otros.
Pero un día el cuerpo se desploma y, con él, cae también la máscara que insistimos en llevar puesta por la vida adelante. Y cuando esto ocurra no será necesario que dedos ajenos vengan a indicarnos las deformidades y los defectos, pues, en oposición al dedo que traíamos siempre indicando a los demás, estarán nuestros otros tres dedos, completamente disformes y endurecidos, que siempre han estado allí advirtiéndonos insistentemente, pero que nunca hemos tenido el valor de saber exactamente hacia dónde indicaban.
