Por qué los espirituales salvarán la Tierra
por WebMaster em STUM WORLDAtualizado em 30/06/2014 10:11:12
por TON ALVES - [email protected]
Traducción de Teresa - [email protected]
Quizá la más inquietante angustia subjetiva de la humanidad sea la enorme necesidad que siempre ha tenido de autodefinirse, o sea, responderse a sí misma, de forma definitiva, la insidiosa pregunta: “¿quién, o qué, es el ser humano?” “¿Cuál es el sentido objetivo de su existencia?”
Mares de tinta, siglos de insomnio y kilómetros de neuronas se han gastado en la búsqueda de una respuesta válida y satisfactoria. Sin embargo, es muy posible que la más sencilla y profunda solución de ese problema ya se haya dado seis siglos antes de la Era Cristiana, en la más antigua e importante obra de la literatura filosófica mundial: el Bhagavad Gita.
Parte de la monumental epopeya Mahabharata, el “Sublime Canto del Señor” (Bhagavad Gita, en sánscrito) es así llamada por contener las palabras de Krishna, Dios que se hace hombre, como Jesucristo, para ayudar a la humanidad a elevarse hasta la consciencia divina superior y así realizar en la Tierra el reino de los cielos.
En ese libro, el Señor Krishna emplea la figura de un carruaje para explicar al atormentado guerrero Arjuna qué es el ser humano y cuál es su misión. En esa comparación, los caballos que tiran del vehículo son los sentidos físicos, y el cochero que lo conduce es el alma.
Pero lo que hace más importante esa descripción figurativa es la afirmación de que ese carruaje, el ser humano, transporta consigo un noble pasajero, el espíritu, eterno e inmutable, que reside en cada ser.
El Gita, y otras obras que juntamente con él componen el notable acervo de la sabiduría perenne de la India, la Vedanta, enseña que, al manipular las riendas que controlan a los animales que tiran del carruaje, el cochero tiene autonomía para elegir caminos e imponer la velocidad, pero el objetivo final quien lo decide es el pasajero. Sería entonces el espíritu, pequeña chiribita de la Luz Eterna que ha creado y mantiene todo cuanto existe, el que ha de conducir la vida humana, y no el alma, capaz de emociones y sentimientos, ni tampoco los sentidos, presa de instintos y pasiones.
Es una más de las grandiosas lecciones de la Eternidad al ser humano, que nunca ha sido tomada en serio.
Principalmente en la parte occidental del mundo, donde el materialismo pragmático e inmediatista domina el pensamiento y define los objetivos de la existencia.
El resultado de esta postura vital es fácilmente visible: la desvalorización de la vida, la desigualdad entre los grupos y naciones en el reparto de los bienes, el agotamiento de los recursos naturales y la degradación ambiental son las principales puntas de ese iceberg apocalíptico.
Aprovechando la metáfora del Gita, se puede decir que, en esta parte del mundo, el “cochero” conduce el carruaje sin prestar atención alguna al sublime “pasajero” que transporta. Son los “caballos”, irracionalmente pasionales, los que marcan los rumbos y el ritmo. El final de ese viaje es previsible.
Pocas son las personas que toman en serio los dictámenes de la subjetividad trascendente del espíritu. Y, casi siempre, son tenidos por necios soñadores, románticos utópicos, incapaces de administrar este mundo totalmente enraizado en el tener y en el poder material.
Esos héroes y heroínas, quijotescos para la masa inconsciente de los posmodernos, padecen una soledad sin igual. Son los diferentes. E, incluso recordando palabras del sabio Jiddu Krishnamurti – “No es signo de salud estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma” – no pueden dejar de sentir en el alma los rigores de un injusto e ignorante aislamiento. En esos hombres y en esas mujeres cuyas palabras, actitudes y vidas son movidas por el Espíritu, es donde reside la última esperanza del planeta.