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Sobre ginestas y bizcochos de naranja...
por WebMaster
Autora Heloísa Monteiro de Moura Esteves
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Traducción de Teresa
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Por los caminos y carreteras de la Provenza, primavera en el continente europeo, el amarillo predomina en el paisaje. Y es que en esta época del año se diseminan por la región innumerables plantas de ginesta.
Se trata de un arbusto casi sin hojas, utilizado después de seco y sobre todo en Portugal para la fabricación de escobas, cuyas flores, amarillas y muy delicadas y olorosas se desparraman en cascada por sus ramas en el mes de mayo, exhalando un perfume embriagador, por el sur de Francia llegando hasta el Languedoc.
Primero, al avistarlas por las ventanillas del microbús que nos conducía – ocho mujeres y yo – por la ruta sagrada de María Magdalena – me sentí atraída por el color vivo y alegre de las flores, aquel amarillo intenso destacándose en medio de los infinitos tonos de verde. Seguidamente, y tras comprender que aquellas lindas florecitas amarillas podían ser ginestas, mi corazón palpitó más fuertemente y tuve un sobresalto. Reminiscencias de un tiempo muy feliz se apoderaron de mí, evocando sentimientos de amor, ternura y acogida… La añoranza y la nostalgia se intensificaron cuando, estando ya fuera y caminando por el arcén de la carretera que iba de nuestro hotel al centro de la pequeña villa de Saintes-Maries-de-La-Mer, pude tocarlas y olerlas, confirmando mi sospecha de que eran realmente ginestas. Me sentí en éxtasis con su aroma dulzón, muy semejante al del jazmín.
Sin parsimonia, varias plantas de ginestas estaban esparcidas a lo largo de la pequeña carretera vecinal, todas nativas, de tamaños variados, nacidas en aquellas tierras de suelo y clima favorables, al borde de la carretera, en las orillas de los pequeños ríos, en los portales de los hoteles, haciendas y haras que se instalaron cercanos al centro de la ciudad de las Santas Marías del Mar, ¡el lugar donde se inició la historia del cristianismo en el mundo occidental y cuya iglesia fortaleza alberga las reliquias de Santa Sara, Patrona del Pueblo Gitano, con fiesta el 24 de mayo!
Introduzco mi rostro – sin pensar e intuitivamente – en medio de un gran arbusto, repleto de flores en todas las direcciones, y agradezco en voz alta a su Elemental. Siento el aroma y la suavidad de los pequeños pétalos, repitiendo, eufórica, para mis compañeras, perplejas: “¡Es ginesta! ¡Es ginesta! ¿No la habéis reconocido?”
A semejanza de los famosos polvos de pirlimpimpín, de Monteiro Lobato, al inhalar aquel aroma me siento transportada a un tiempo perdido en el tiempo, tan antiguo y ya olvidado en lo más recóndito de mi ser. Veo entonces a mi madre, tan joven y bonita, en la cocina de nuestra casa en Belo Horizonte, en el barrio de la Serra. Está puesta la radio y ella prepara un bizcocho en la batidora, mientras canturrea, feliz, la canción francesa cuyo estribillo dice “Dominique nique nique, sen allait tout simplement routier pauvre et chantant…" que tocaba la antigua Radio Atalaya. Mi hermana y yo jugábamos en el patio con los primos y los vecinos. Hay innumerables plantas en el jardín y en el patio. Son pies de jabuticaba, anacardo, ciruela, limón-mandarina… de estos últimos, cuando maduros, llenábamos los canastos comprados en el Mercado Central y salíamos, toda la chiquillería, a vender por las calles del pacato barrio, llamando de puerta en puerta ¡y describiendo para los potenciales compradores sus cualidades!
Hay, además, varias plantas de anturios, lirios de San José y ginestas, llenas de flores amarillas y de capullos de gusanos de seda. Todo es “absurdamente” tranquilo, sereno y armónico. Mamá prepara el bizcocho para la merienda de la tarde, con derecho a café con leche y pan de sal con azúcar y mantequilla, además, claro está, del bizcocho de naranja.
Los críos juegan al aire libre y viven sus sueños y fantasías. Los perros dormitan, pendientes de los movimientos de mi madre; las frutas maduran en sus árboles, a la espera de ser recogidas, y los pajaritos – hubo un tiempo en que había muchos gorriones en la ciudad – cantan y vuelan despreocupadamente. Las ginestas florecen y se hace la magia, esparciendo su dulce aroma por la casa de infancia de las dos niñas.
El bizcocho está horneado, y una vez frío, es cuidadosamente retirado de la horma redonda, convertido en una gran luna llena. Mi madre, siempre cantando, y en paz con su elección de no haber seguido su carrera de maestra por ser la Reina del Hogar, prepara ahora un almíbar para el bizcocho, utilizando únicamente zumo de naranja y mucho azúcar. Va batiendo los ingredientes, sin llevarlos al fuego, hasta que el almíbar se ponga todo blanquecino, momento en que es finalmente derramado sobre el bizcocho. El milagro sucede y la cobertura se va endureciendo, formando una costra muy blanca, que se parece al hielo, lisa y dura. Ella explica, orgullosa, que aquella alquimia se llama punto de espejo. Y entonces, ya fuese para hacer más bonito el encanto, ya porque mi madre siempre tuvo propensión hacia lo bello, ella me toma de la mano, caminamos hasta el jardín, nos detenemos ante uno de los pies de ginesta, y con la tijera certera, después de pedir interiormente permiso, ella corta una pequeña ramita, la más bonita, repleta de flores, y la coloca delicadamente sobre el bizcocho. Queda todo muy lindo, el contraste del hielo blanco con las flores amarillas y la mezcla de su dulce aroma con el cítrico de la naranja.
Soy traída de vuelta al tiempo presente, mujer madura, en la “edad mediana”, rodeada de amigas queridas en la mañana soleada de la primavera europea, en una pequeña carretera del sur de Francia.
Con el rostro y parte del cuerpo introducidos en un arbusto de ginesta, feliz, plena, entera y en paz, venero a aquella joven madre que ahora vive presa en el cuerpo físico, víctima del Mal de Alzheimer, en el lejano Brasil, en el mismo barrio de la Serra, aunque ya no en aquella casa repleta de ginestas, sino en un apartamento con vistas a la Sierra de Curral; sin jamás haber podido ir a Francia, aunque cantase canciones en francés, ella me hizo conocer el amor en su más profunda acepción. Ah, y despertó en mí el aprecio por las ginestas, del latín genista o genesta, aquella que genera...
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